Esta instalación es simple, implica al observador como partícipe de la obra; contiene en sí misma la noción de devenir; y la capacidad de transformar...tal vez pueda parecer un poco saturado el resultado, pero los encargados de transformar ese espacio blanco con pegatinas de colores, eran niños.
En la infancia no hay límite para el color.
Me recordé pequeña, esperando que todos se vayan de la casa, para poder estar sola con el piano. Entonces eramos el piano y yo, sin miradas ni oídos irritables... excepto los de mi gata que se sentaba justo del lado derecho, donde terminan los agudos y miraba atentamente mis dedos, que se deslizaban sobre las teclas. Al fin de cuentas no estaba sola, ella asistía a esos conciertos milagrosos, donde todas las lecciones del conservatorio se hacían cenizas, no existían ni Bartok, ni Clementi, se diluían Beethoven y Bach... Sólo era una niña buscando sonidos y navegando el universo multicolor de la música, sin prejuicios ni valoración.
Siempre vi la música en colores y formas geométricas, es algo inevitable para mí. Es por eso que cuando vi las fotografías de esta instalación me transporté en el tiempo, y recordé esas tardes en que inundábamos la casa de colores: mi piano y yo.